El rostro de la violencia en “Tempestad” de Tatiana Huezo

Cuanto más se esfuerzan los hombres en dominar la violencia,
más alimentos le ofrecen; convierten en medio de acción los obstáculos
que creen oponerle; se parece a un incendio que devora
cuanto se arroja sobre él con la intención de sofocarlo.
Recurrimos a la metáfora del fuego;
hubiéramos podido recurrir a la tempestad, al diluvio, el terremoto.
René Girard

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Al principio, los sonidos de la intemperie: grillos, perros y los golpes de una puerta de metal. Después la voz, el testimonio de Miriam Carbajal Yescas: “Todas las mujeres estaban dormidas. Era de madrugada porque la cárcel estaba ya en silencio. De pronto, escuché un grito que decía mi nombre. Tuve miedo porque no era normal que me hablaran en ese horario. Pensé que venían por mí para llevarme al pozo de castigo.”

La primera secuencia: el interior de casas destruidas, escombros, basura. Ciudades vacías. El paisaje de la Guerra en México entre el Gobierno y los distintos cárteles del narcotráfico. “Territorios, en gran medida inexistentes hoy en día, que desempeñaron el papel crucial de vertederos.”[1] Personas que se convirtieron en los daños colaterales de un conflicto armado que aún no termina. En medio y alrededor de los bandos se encuentra una población que se consideró superflua, desechable por su condición económica y por carecer de una presencia real en el sistema judicial del país.

Miriam Carbajal continúa con el relato de su liberación. El día 31 de agosto de 2010 salió del penal de Matamoros, Tamaulipas, al no encontrarse pruebas que la vincularan con el delito de Delincuencia Organizada y Tráfico de Personas que la Procuraduría General de la República le imputó. Permaneció detenida durante 176 días. El viaje de regreso a casa, del penal de Matamoros a Tulum, Quintana Roo, más de dos mil kilómetros por tierra, forma la primera parte del documental Tempestad (2016), dirigido por Tatiana Huezo.

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Durante el recorrido Miriam narra la ansiedad que le produce recuperar su libertad. Es consciente de que su estancia en la cárcel la hace distinta de las personas que encuentra en su retorno. Es incapaz de orientarse. “Recuerdo que llegué a la estación de autobuses. Entré al baño. Era la primera vez que me veía al espejo en muchísimo tiempo y no me reconocí”.

Su estancia en el presidio rompió su identidad, su capacidad de nombrarse y nombrar su entorno. Esta condición la divide. Existe la Miriam que vivió en una cárcel dominada por Los Zetas y la Miriam que es madre de un niño de ocho años que debe sobrevivir al miedo y a la dificultad de comprender lo que sucedió.

Tatiana Huezo no muestra el rostro de Miriam. Sus facciones, sus gestos se dibujan por medio de la tensión que crea su testimonio en contrapunto con la meticulosidad y la belleza de la fotografía de Ernesto Pardo: los llanos, los muelles, la niebla, los pastizales, los retratos de los viajeros, los retenes federales y estatales, las revisiones e interrogatorios, los mercados, los hoteles, los comerciantes, la llegada del hielo a los contenedores,  los pescadores en las barcas antes y después de su faena, las mujeres que limpian y deshuesan el pescado fresco, las gaviotas que devoran los restos, los astilleros. Esto concibe una poderosa tercera imagen en el espectador. Las palabras de Miriam y el recorrido visual evocan un espacio antes inexistente, la reconstrucción de la memoria, la posibilidad de recuperar los hilos rotos de la identidad, de la historia individual y colectiva.

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En el penal, el primer pago para mantener la vida era de cinco mil dólares. Los cobradores, para disuadir a Miriam, le entregaron un papel con el nombre de sus familiares, lo que la hizo deducir que el cártel tenía acceso a los archivos de la policía. Al saldar esa deuda, la cuota semanal era de quinientos dólares que aseguraba la protección.

La disposición del penal semejaba la de una pequeña ciudad: estaban los jefes, los administradores, los cobradores, los sicarios, los encargados de los restaurantes y cantinas, los vendedores del mercado, los carniceros, los polleros, los tatuadores, las prostitutas y las limpiadoras.

Desde el comienzo del viaje se anuncia una tormenta, el viento es constante, hay nubarrones. El vendaval comienza cuando Miriam relata el terror de su estancia en la cárcel. “Era un cuarto totalmente oscuro. Poco a poco empecé a distinguir rostros de mujeres. Sus ojos, sus caras. Era un lugar muy pequeño, como de un metro y medio o dos. El calor era sofocante […]. Todas estábamos casi siempre paradas. Hacíamos nuestras necesidades ahí.”

El centro de la tempestad, llega un sábado cuando Miriam es llamada al área de visitas. Luego de cruzar un pasillo se pierde y encuentra a un migrante de 17 años. “Estaba amarrado de las manos. Me miró. Me acuerdo que pensé en sus ojos. Pensé que era la misma mirada que yo tenía cuando llegué. Supe lo que estaba sintiendo. Le pregunté su nombre. Él me dijo ‘Martín’. En ese momento se abrió la puerta y alguien lo jaló. Martín se hincó. Había un hombre con una tabla en las manos. Yo cerré los ojos. Cuando los abrí Martín estaba muerto. Le salía sangre por los oídos y por la boca. El hombre con la tabla estaba completamente eufórico. Dando vueltas de un lado a otro. Hubo un momento en que nos miramos, en sus ojos no había nada. En la oscuridad pude reconocer cuerpos apilados.”

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Miriam al recuperar la libertad y observar su rostro no logra reconocerse. Ella no pertenece al lugar que la rodea ni se pertenece a sí misma. Es otra, las circunstancia y la convirtieron en alguien que ignora. El factor que sí identifica es el miedo. El mismo terror de Martín antes de ser asesinado.

Esta ruptura le brinda nuevas posibilidades en la prisión. El hallazgo del hombre de la tabla le revela una faceta que comienza a encontrar sitio en su mente en forma de confusión y curiosidad. Ella podría liberarse de la violencia ejerciendo violencia sobre otros. Ella podría ser parte del sistema de asesinato y tortura. Ella podría dejar de ser vulnerable, de ser un objetivo para convertirse en una más del cártel. Su rostro podría tomar los rasgos de los sicarios. La situación de Miriam la obliga a considerar y normalizar la violencia, la tortura, el asesinato.

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La posibilidad de clausurar la faceta de la víctima, de abandonar el miedo y convertirse en alguien que produce miedo en los otros se aborda en varias obras literarias y cinematográficas recientes en México.

En el centro de la novela 2666 (2004), de Roberto Bolaño, se analiza y se disecciona la cuestión del Mal en el norte de México desde varios puntos de vista: los miembros del gobierno mexicano (ministros, policías, jueces), los intelectuales, (periodistas, escritores, artistas, académicos), los acusados (los fabricados por el propio gobierno y los sospechosos), los familiares de las víctimas y las víctimas. Parte del trabajo de Bolaño se basó en las investigaciones y crónicas que Sergio González Rodríguez había publicado en los periódicos y que después reunió en Huesos en el desierto (2002) y El hombre sin cabeza (2009), donde se muestra cómo la violencia se apoderó del país: el factor geopolítico, las consecuencias de las migraciones mexicanas, el empoderamiento de los carteles y sus vínculos con el Estado. Antígona González (2012), de Sara Uribe, explora el dolor de una persona por la desaparición de su hermano y la incapacidad de guardar luto ante la ignorancia de su paradero.

En el cine destacan Heli (2013) de Amat Escalante, La jaula de oro (2013) de Diego Quemada-Díez, Las elegidas (2015) de David Pablos. En el documental el tema se aborda con más frecuencia. En La libertad del diablo (2017), de Everardo González, asesinos y sobrevivientes aparecen con máscaras: la violencia les arrebató la identidad, los convirtió en borraduras de lo que antes eran, los arrojó por igual al vertedero, situándolos en la categoría de vidas desperdiciadas en los términos del filósofo Zygmunt Bauman. Soles negros (2018), de Julien Elie, hace un mapa de la violencia que arrasó a las poblaciones y convirtió el territorio en fosas comunes. El Guardián de la Memoria (2019), de Marcela Arteaga, reconstruye el relato de varios sobrevivientes del narcoestado mexicano que solicitaron asilo político a Estados Unidos. La cinta plantea la necesidad de conservar los testimonios, las crónicas, las palabras de los que ya no están, de los que se desconoce su paradero.

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La segunda parte de la Tempestad es la historia de Adela. Su hija Mónica tenía 20 años cuando fue secuestrada. Cursaba el último año de la carrera de Psicología. Un martes a las diez de la mañana Mónica salió rumbo a la universidad y no llegó. La familia comenzó a buscarla a las cuatro de la tarde en los hospitales y comisarías. La Agencia Federal de Investigación se hizo cargo del caso. Como parte del protocolo, la Agencia prohibió a la familia la comunicación y la aisló. Adela estuvo secuestrada dentro de su propia casa por la policía.

Durante el relato de Adela observamos la vida cotidiana de su familia en el circo que mantienen. Conocemos los entrenamientos de los sobrinos, los hijos y los nietos para dominar los actos acrobáticos. Vemos las características de una profesión itinerante: llegar a un descampado, asearlo, colocar las casas rodantes, levantar las lonas y carpas, cuidar y adiestrar a los animales que participan en la función. Una experiencia idílica si no fuera por la herida y el dolor de la pérdida de Mónica. La tranquilidad de la naturaleza y de los pequeños pueblos que el circo visita se convierten en una forma de presidio, en una falta absoluta de libertad, en “un oasis de horror en un desierto de tedio.”[2]

Después de diez años de búsqueda, Adela es capaz de mostrar una de las tramas de la delincuencia en México. Durante ese periodo los distintos cuerpos policiacos la han extorsionado. Gracias a la información de la que dispone, Adela, afirma que su hija está dentro de una red de trata de personas. Asegura que Jesús Martín Contreras, compañero universitario de Mónica, la entregó a varios judiciales para prostituirla.

La policía además forzó a la familia de Adela a dejar su casa y separarse. Los obligó a adoptar la clandestinidad por las amenazas de muerte, a admitir que no tendrían resarcimiento, que la justicia no era para ellos. Mientras escuchamos la voz en off de Adela observamos cómo se maquilla para entrar en su papel de elegante payaso, una metáfora de esa doble vida que la violencia también le otorgó.

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Durante esta guerra la población sufre doblemente la violencia del ejército mexicano, de la policía y de los sicarios. Frente a las desapariciones, secuestros, asesinatos y violaciones las personas no pueden reaccionar debido a la desproporción de los medios materiales y a la nulidad de la solvencia del sistema penal, que debería garantizar y racionalizar la justicia, “para conseguir aislar la violencia, limitarla y manipularla, convirtiéndola en una técnica extremadamente eficaz de curación y secundariamente de prevención de la misma violencia.”[3]

Los sobrevivientes aprenden a soportar el pánico que les causa haber sido testigos de tantos muertos, de tantos desaparecidos, de tantos mutilados y torturados. Deben soportar el peso de estar rotos, de ser padres que perdieron a sus hijos, de ser hijos que no saben nada de sus padres, de sus hermanos, de sus vecinos. Personas que extraviaron su identidad.

Es aquí donde el cine tiene la posibilidad de darle un rostro a los desaparecidos y a los que la violencia desfiguró. Brindarles una voz, una presencia a través de los testimonios y de las imágenes. El cine como una herramienta para restaurar los tejidos corporales y sociales, como una máquina que ayude a las personas a poder mirarse y reconocerse a pesar del dolor y el miedo.


Andrea Carolina Estrada Rodríguez estudia Cine en la Escuela Superior de Cine.

Jorge Posada es autor de Habitar un país es llenar de tierra una piscina (2017).


[1] Zygmunt Bauman, Vidas desperdiciadas: La modernidad y sus parias (Barcelona: Paidós, 2005), 14.

[2] Charles Baudelaire, Las flores del mal (Madrid: Alianza, 2011), 177.

[3] René Girard, La violencia y lo sagrado (Barcelona: Anagrama, 2012), 29.