Terror y poéticas de la violencia en el cine mexicano contemporáneo

En un texto de finales de los 70, Robin Wood analiza el cine de terror norteamericano de esa década y propone la tesis de que las películas enmarcadas en ese género representan nuestras pesadillas colectivas, pesadillas en donde lo reprimido por nuestra sociedad –aquello que es tan terrible que debe ser rechazado, expulsado– retorna encarnado en monstruos, figuras en donde se expresa la dramatización del concepto dual de lo reprimido/el Otro. Así, de acuerdo con el autor, el verdadero tema del género de terror es “la lucha por el reconocimiento de todo lo que nuestra civilización reprime u oprime, y de su reemergencia dramatizada, como en nuestras pesadillas, como un objeto de horror…”1

En los últimos años, en México se ha producido una serie de películas que utilizan elementos tradicionalmente asociados con el género de terror mediante los cuales, para seguir a Wood, se representan algunas de nuestras peores pesadillas colectivas, que en la vida diurna cotidianamente nos acechan y que tendemos a ignorar o a reprimir. En dichas pesadillas aparece una y otra vez la materia favorita de este Teatro de Gran Guiñol: cuerpos lacerados, destazados, decapitados, ultrajados, golpeados y violados, abandonados a la vera de un canal o en sábanas ensangrentadas sobre la vía pública; cuerpos vaciados de rostro y de identidad y hasta cuerpos que han perdido la forma humana y colindan entre lo animal, lo orgánico y lo inorgánico.

Sin embargo, la amenaza que se cierne cotidianamente sobre los cuerpos de quienes vivimos en este país no necesita pasar por filtros que atenúen las representaciones del horror: desde hace más de una década, la narcoviolencia se muestra de manera cotidiana en cualquier periódico o noticiero nocturno. Y este ensañamiento con los cuerpos ha dado lugar a fenómenos culturales complejos que involucran y apelan a la representación del cuerpo en el arte contemporáneo, como la formación de una nueva gramática corpolingüística 2 en la que se hace un montaje de fragmentos corporales con palabras, o la emulación inopinada, por parte del narco, de performances artísticos a partir de los cuerpos de las víctimas de la violencia.3

El problema de la representación de la violencia en el cine es de larga data, y la historia de cómo se ha configurado y las estrategias que se han desarrollado para representarla están inextricablemente ligadas al problema de la censura, como muestra Stephen Prince en su estudio sobre el tema: para librarse de ésta, los cineastas tuvieron que desarrollar una poética sustitutiva mediante la cual se reemplazaban imágenes que podrían ser censurables y que floreció durante la época del llamado cine clásico hollywoodense.
Esta poética consiste en una serie de códigos visuales que desplazan el hecho violento de la mirada de los espectadores, pero que sugieren su inminencia mediante mecanismos que pueden condensarse en el uso del desplazamiento espacial y de la metonimia.4

Entre la producción cinematográfica mexicana reciente, hay dos películas que utilizan la figura del alienígena para reflexionar en torno a la situación de violencia que desde hace ya más de una década atraviesa el país, Los parecidos (2015), de Isaac Ezban, y La región salvaje (2016), de Amat Escalante, y lo hacen a partir de diferentes desplazamientos.

I

En Los parecidos, los desplazamientos espaciales de la violencia no solamente ponen fuera de cuadro dos masacres que han dejado huellas profundas en la historia del país, sino que generan fuertes resonancias entre ambas, como si el pasado y el futuro se miraran y en su reflejo sólo se encontrara el horror de cuerpos que han desaparecido (o que están por desaparecer). Así, Ezban elige la madrugada del 2 de octubre para desarrollar un relato de terror, pero el escenario no es la Plaza de las Tres Culturas, sino una estación de autobuses de Iguala, Guerrero, elección que inevitablemente trae a la mente la desaparición, la noche del 26 de septiembre de 2014, de 43 estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa. El segundo desplazamiento para mostrar el horror es precisamente el metonímico: para dar cuenta de un proceso de borramiento, de desaparición, se elige el rostro, acaso como recordatorio de esa terrible imagen que mostraba el cuerpo sin vida, y sin rasgos faciales reconocibles, sólo carne desollada, del normalista Julio César Mondragón.

Utilizando recursos estilísticos propios del subgénero de horror-ciencia ficción de la década de los 60, como la música, el narrador en off, la paleta de colores, entre otros, la película narra el encuentro fortuito de una serie de desconocidos que tienen la intención de dirigirse a la ciudad de México. El conflicto inicia cuando Martín (Fernando Becerril), el vendedor de boletos, se da cuenta de la transformación de su rostro que ha comenzado a adquirir un asombroso parecido con el de Ulises (Gustavo Sánchez Parra). En un ambiente paranoico, muy pronto, como si se tratara de un virus, los rostros de todos los personajes, independientemente de su sexo, condición social o adscripción étnica, comienzan a adquirir los rasgos del de Ulises. El mal se esparce hasta llegar a afectar las representaciones fotográficas de Marilyn Monroe, Los Beatles, las modelos de Play Boy.

Aunque este film intenta recrear esa atmósfera paranoica política de películas como La invasión de los ladrones de cuerpos (Invation of the Body Snatchers, Don Siegel, 1956), cuyo miedo principal era también la pérdida de identidad por la asimilación a una sociedad comunista, en este caso la pérdida del rostro tiene una lectura política asaz diferente. Dice Judith Butler: “El rostro que a la vez me vuelve asesino y me prohíbe matar es el que habla con una voz que no es la suya, una voz que no es una voz humana. Así, el rostro produce varios enunciados a la vez: transmite agonía, vulnerabilidad, al mismo tiempo que una prohibición divina en contra del asesinato”.5

La producción de un mismo rostro, de un rostro homogéneo, termina por desarticular las relaciones binarias establecidas entre conocido/desconocido, amigo/enemigo, mujer/hombre, viejo/joven, indígena/mestizo, de manera que entre los rostros parecidos las identidades, y la especificidad de los cuerpos mismos, terminan por desaparecer: como esa hormiga que Martín apachurra impunemente al inicio del filme (las hormigas son todas iguales ante los ojos humanos: carecen de rostro), desde la perspectiva de una mirada “extraterrestre” (o sobrehumana, como la del propio poder), un cuerpo que ya no tiene rostro es un cuerpo del que se levanta la prohibición moral contra el asesinato.

II

Mediante la figura y la corporalidad del monstruo, en La región salvaje (2016) Amat Escalante desplaza la mostración de violencia explícita de sus obras previas –en donde hay imágenes muy cercanas al gore y al torture porn–,  para colocarla en una perspectiva orgánica, animal, casi cósmica. El habitante de la cabaña, como una extraña deidad, se dedica a exprimir y a dar placer a las víctimas que se ofrendan a ella como en sacrificio. Una vez consumidos, los cadáveres son abandonados en la vera del río. Sin embargo, la principal fuente del horror no se encuentra en esta criatura, en la posibilidad de sucumbir ante el dolor y el placer mortal de sus tentáculos; como si las imágenes cotidianas de cuerpos humanos torturados, destazados, mutilados ya no fueran suficientes para dar cuenta del horror, Escalante hace un sutil desplazamiento metonímico para mostrarlo en las formas animales. Después de tener sexo, Ángel (Jesús Meza) le platica a Fabián (Eden Villavicencio), su amante, por qué se volvió vegetariano: en un ritual típicamente masculino, de niño, su padre lo lleva de cacería y matan a un venado. Cuando se acercan a verlo aún sigue vivo: con un agujero en la cabeza, intenta incorporarse, inútilmente, y “solamente recostó su cabeza como queriéndose rendir”. Posteriormente su papá lo descuartiza y lo cocina para darlo de comer. El niño vomita toda la noche.

Esta secuencia, en la que en realidad se narra la ejecución de un ser vivo, inocente, deja fuera del cuadro la mostración de la violencia, pero al hacerlo acaso recupera un poco de la sensibilidad perdida ante el entumecimiento moral que provocan las imágenes, tristemente trilladas, de muerte y dolor en el país.

Paradójicamente, el placer que colinda con el dolor, y que invariablemente lleva a quienes lo gozan a la muerte, es presentado desde una perspectiva amoral, sobrehumana: lo que el monstruo hace a sus víctimas no puede ser juzgado en términos de bondad o maldad; es una especie de instinto que atraviesa y vive en todas las formas animales, incluida la humana. Además, el momento de la tortura que lleva la muerte siempre queda fuera de cámara.

En contraste, la violencia gratuita que se ensaña con los cuerpos vivos y sintientes se muestra en toda su crudeza en esos pedazos de carne destazada que Fabián y Verónica (Simone Bucio) comen en el mercado y en las cabezas, las pieles y las cornamentas que se muestran como trofeos de caza en el cuarto del padre de Ángel.

Acaso ese más allá de la violencia que ya no es posible representar simplemente pueda ser sugerido en una suerte de lucha de impulsos de vida y muerte que atraviesan todas las formas orgánicas del cosmos.

***

Ante la sensación de que la realidad cotidiana del México contemporáneo se ha transformado en una incesante pesadilla, parece que algunos cineastas, como Ezban y Escalante, han optado por desplazar y condensar en figuras monstruosas, sobrehumanas, esos elementos del horror de la vigilia que ya resulta imposible asimilar.


Andrés Téllez Parra es autor de la novela Tu materia son los huesos (2012). Ha colaborado en distintas revistas culturales. Actualmente es profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.


1 Robin Wood, “An Introduction to the American Horror Film”, en American Nightmare: Essays in the Horror Film, coordinado por Andrew Britton, Richard Lippe, Tony Williams y Robin Wood (Toronto: Festival of Festivals, 1979): p. 10.

2 Antonio Sustaita, El baile de las cabezas: Para una estética corporal (México y Guanajuato: Editorial Fontamara y Universidad de Guanajuato, 2014).

3 Alberto Sánchez, “Performance y cadáver en la extraestética de narcoviolencia en México”, en Esculturas de escombros, coordinado por Antonio Sustaita (México y Guanajuato: Editorial Fontamara y Universidad de Guanajuato, 2014 ), 113-130.

4 Stephen Prince, Classical film violence: Designing and regulating brutality in Hollywood cinema, 1930–1968 (Nuevo Brunswick, Nueva Jersey: Rutgers University Press, 2003).

5 Judith Butler, Vida precaria: El poder del duelo y la violencia (Buenos Aires: Paidós, 2006), 170.