Cuando la que mira es una mujer: La reinterpretación simbólica de “las mujeres” en el cine latinoaméricano contemporáneo

Escribir sobre uno mismo, lejos de ser un acto narcisista,
es una actividad normal que, al igual que la ficción,

puede movilizar todas las fuentes del arte.
Y lo que une a la autobiografía escrita (el yo escrito)
y el yo visual (el yo fotográfico, cinematográfico)
es el deseo del trazo, de la inscripción sobre un soporte duradero,
y el deseo de constituir series a lo largo del tiempo.
Tienen en común también el deseo de recuperar
y de construir la mirada sobre uno mismo.

Philippe Lejeune[1]

Dentro del mundo en que vivimos existe una deuda histórica inconmensurable. Una de tantas formas de esa deuda es la invisibilización y tergiversación de aquellos infrahumanos llamados mujeres que se radicaliza según su raza, sexualidad, clase y localización geopolítica. Situémonos pues al inicio de esos cinco siglos de masacres e imposición de penuria que han vivido los países latinoamericanos. No fue lo mismo ser una mujer europea que una mujer del nuevo continente. Fue distinta la realidad que vivió una criolla a la de una mestiza, y menos aún la realidad fue la misma para una mujer sioux que para una mujer maya. Dentro del mismo continente e incluso dentro del mismo territorio, por ejemplo, el entonces llamado Nueva España, ahora México, el “ser mujer”[2] significaba y significa aún distintas cosas según las interseccionalidades que encarnemos, las cuales nos obligan a abrir y dirigir la mirada hacia un horizonte que nos permita re-definirnos desde nuestra propia perspectiva.

Hoy despertamos en un país que nos lee y nos valora dependiendo de qué significamos. Todas y todos somos juzgados bajo la mirada patriarcal que nos ha estigmatizado a lo largo del tiempo. Escribir sobre el otro siempre implica subjetividad y privilegios. La falta de análisis respecto a estos temas ha hecho surgir filmes como Roma (Alfonso Cuarón, 2018) o Chicuarotes (Gael García Bernal, 2019), donde la exotización del otro y su interpretación se plasma por sujetos masculinos que narran una historia pretendiendo ponerse en el lugar del otro, sin comprender lo que ellos mismos son dentro del contexto simbólico. Esto vuelve problemático el resultado fílmico, ya que su lectura general tiende a la romantización de sus personajes y, como consecuencia de sus privilegios, los directores amoldan la dolorosa realidad hasta convertirla en un producto más de consumo estigmatizado.

Sin embargo, dentro de la praxis cinematográfica contemporánea existen creadoras cuyos filmes permiten visibilizar este tipo de especificidades culturales teniendo en cuenta el origen de la mirada. Cuando la que mira es una mujer que conoce quién es y qué ha significado a lo largo de la historia, tiene una especial sensibilidad respecto a su contexto y por ende su interpretación surge a sabiendas de que está siendo vista: se interpreta a sí misma como en el acto de dibujarse mirándose al espejo.

Este análisis versa sobre mujeres que se han hecho cargo de enunciar y transmitir historias con todo el peso histórico y político de lo que son, y sobre cómo sus interpretaciones abren paso a narrativas frescas que permiten deslindarse de los estereotipos de lo femenino que desfilan desde hace tantos años por las salas de cine. Escribo sobre mujeres que entienden e interpretan existencias desde sus subjetividades, lo que significa en su especificidad ser mujer y no lo que otros sujetos, usualmente masculinos, creen que es serlo.

Me ocuparé de filmes que develan la identidad de sus creadoras y sus posicionamientos ante el mundo a través de sus personajes. Estas producciones, que son consumidas en mucho menor escala que películas comerciales dirigidas por sujetos masculinos, son la ventana que abre al mundo paisajes que siempre han estado ahí pero que no se han observado de la misma forma. Ángeles Cruz, María Novaro, Lucía Carreras, Olivia Luengas, Lucía Gajá Ferrer, Marta Hernaiz Pidal, Natalia Beristáin, Luciana Kaplan, Paola Villanueva Bidault, Dominga Sotomayor, Beatriz Seiger, Anahí Berneri y Susanna Lira, son algunas de las muchas creadoras latinoamericanas contemporáneas cuyas piezas cinematográficas permiten construir retóricas a partir de su propia episteme, así como re-configurar las perspectivas narrativas desde una óptica plural. En sus producciones, las mujeres no son personajes simples, ni sus cuerpos son el objeto de castigo y/o vulnerabilidad cliché que vemos desde el cine de terror hasta las sagas de superhéroes, sino que vemos entes complejos que a pesar de vivir desempeñando un rol de género y experimentar sus consecuencias, se muestran como seres humanos singulares propios de su contexto.

Definirnos a nosotras mismas como una clase específica es imposible, además de que asumirlo oblitera todo el espectro potencial de lo que es y puede ser la mujer, o las mujeres. Sin embargo, definirse a una misma a través de sus personajes nos demuestra que el género, como ya es bien sabido, es una construcción histórico-política que si bien surge como una categoría que atribuye un lugar a los cuerpos y como una de las herramientas de la dominación, esta categoría también compone una parte importante de la identidad de un ser humano la cual se enriquece con el pasar de los años, los entornos y las relaciones que entablamos con los otros. Precisamente el mostrar fragmentos de este gran abanico de signos identitarios que han influido en las creadoras, o incluso al mostrarse a ellas mismas a través de sus personajes, puede acercarnos a aquellas vidas que podrían resultarnos ajenas, pero en las cuales nos reflejamos.

Enumerar y desglosar cada uno de los proyectos de estas creadoras, así como de sus trayectorias es menester de un libro completo, o por lo menos un ensayo exhaustivo para cada una. Pero abordar específicamente algunos filmes de un par de creadoras en el desarrollo de este ensayo ayudará a puntualizar sobre el eje que se plantea en primer lugar: qué es eso que sucede cuando la que mira detrás de la cámara es una mujer. Con esto no pretendo generalizar la mirada de las mujeres cineastas de ninguna manera, sino comprender qué factores dentro de esta labor nos posibilitan mirarnos sin estigmas heteropatriarcales. Aunque esta labor podría parecer muy ardua y compleja, debemos creer que es posible pensar en una Latinoamérica que se reconozca en su complejidad, y progresivamente demuestre transformaciones gracias a la praxis anticolonial.

Lo decolonial es una moda, lo poscolonial es un deseo,
lo anticolonial es una lucha cotidiana y permanente.

Silvia Rivera Cusicanqui[3]

Cuando la que mira es una mujer, ¿qué proyecta de sí misma en su ejercicio cinematográfico y qué mensaje llega a aquellas que se identifican con ese género dentro del público?, ¿cómo se conciben las mujeres latinoamericanas? y ¿cómo cambia la concepción de sí mismas al ver personajes reales dentro de las narrativas cercanas a su contexto? Es importante puntualizar y volver a enfatizar que a pesar de que nos identifiquemos con el género femenino, eso no significa que todas seamos y vivamos en igualdad de condiciones. Las interseccionalidades, determinan nuestra manera de vida, conductas y la manera en cómo nos interpreta el mundo. El cuerpo, la raza, la clase e incluso nuestra situación de salud (entre otros factores) nos jerarquizan y estratifican dando como resultado desigualdad en derechos, discriminación y violencia. Este fenómeno se origina desde que se tiene noción de cuáles son órganos genitales que desarrolla un ser humano desde la gestación, lo que les asigna un género. Desde ese momento se dicta en gran medida la vida que “deberán llevar”, así como gran parte de la identidad de género que les corresponderá autopresentar.[4] La representación, en el caso del rol de género femenino, se observa a través de lo que vemos a través del bombardeo de mensajes en las películas, revistas, carteles publicitarios, etc. Estos constituyen un discurso cuyos signos establecen lo que se espera de ellas: cómo tienen que ser sus cuerpos, actitudes, obligaciones, pasatiempos e incluso sus pensamientos. De pies a cabeza se describe quién tienen que ser para encajar en dicho rol. Sin embargo, para las mujeres latinoamericanas que comparten múltiples y distintos fenotipos, generalmente distintos de los europeos, resulta imposible la identificación con estos estándares tanto de belleza, como aspiracionales. Si bien esto provoca en muchas ocasiones una reacción opresiva en la que se busca incansablemente satisfacer al ojo occidental, también ha hecho que surjan propuestas que confrontan los dogmas occidental-coloniales. Nacen de la necesidad de gritar y responder a estos signos impuestos y abren la oportunidad de conciliar y reconocer todo aquello que encarna la existencia verdadera de las mujeres latinoamericanas.

Pensemos ahora en las Las buenas hierbas (2010), dirigida por María Novaro. Aquí observamos precisamente cómo la identidad se construye de factores variados como la herencia de creencias, tradiciones y/o costumbres que provienen de un linaje nutrido tanto de experiencias como de contexto histórico. No sólo son las hierbas y las palabras las que guían a una madre y una hija hasta la llegada de la muerte, sino todas aquellas amigas y compañeras que acompañan su andar por el desgastante sendero del Alzheimer. Todos estos signos se conjugan para comprender a sus personajes: nos cuentan quiénes son ellas, mostrando sus fortalezas y virtudes, hasta sus vulnerabilidades y mezquindades. No olvidemos que dentro del filme aparece el fantasma de una niña víctima de feminicidio y su abuela, quien la mantiene viva porque no olvida. ¿Suena conocido? La película no requiere generar un melodrama para comunicar el dolor e impotencia que se siente ante la pérdida e impunidad. Sentimos cada parte del filme porque cuenta lo que muchas personas viven cotidianamente.  En concordancia, las historias de estos personajes evidencian la manera en nos tejemos unas a otras así como nuestras relaciones. Sabemos que estamos observando a mujeres que cumplen con un estamento, viven la maternidad en su muy particular forma y se cuidan unas a otras, volviéndose de esta manera ecos de quienes fueron y de las que ya no están. Al mismo tiempo se apartan de los estigmas de los cuerpos y vidas perfectas, así como de los traumas que por tantos años nos han puesto como “rivales naturales”. Las buenas hierbas, nos exhorta a identificarnos y cuestionarnos libres de prejuicios “[…] quiénes somos, de dónde venimos, qué linajes podemos recuperar, qué historias interceptadas y obliteradas por la Historia podemos saturar con presente y promoverles futuro”.[5]

Las buenas hierbas.

El linaje, el nacimiento de cada uno definirá
el puesto que ocupará en la sociedad
y también cómo debe comportarse,
pues si quiere tomar posesión de ese puesto
ha de atenerse a las pautas que a él corresponden.
Sus antepasados explican su existencia,
su presencia en la sociedad,

y determinan el lugar que en ella
le corresponde ocupar.

Faustino Menéndez Pidal de Navascués[6]

Queda clara la relevancia de contar nuestras historias desde una perspectiva no falocéntrica,[7] donde a través de los personajes se logre destacar el valor de las mujeres no por su género, preferencias sexuales, raza o clase, sino simplemente por ser seres humanos que sólo por existir son valiosos. Para ejemplificar tales consideraciones abordemos las producciones fílmicas de Ángeles Cruz. Esta creadora oaxaqueña ha demostrado que se pueden generar proyectos potentes e impecables hablando de lo que a ella le atañe, y que así al hablar de especificidades logramos hablar de generalidades. Esta creadora es conocida por sus grandes y sensibles interpretaciones, como por ejemplo Tamara, en Tamara y la Catarina (2016). Sin embargo, también se ha posicionado como una íntegra cineasta con cada uno de sus cortometrajes: La tiricia o Cómo curar la tristeza (2012), La carta (2014) y Arcángel, (2017).  

Dentro de sus producciones encontramos personajes en contextos rurales, cuyo estilo de vida sencillo refleja a quienes viven impactados por un pasado y un presente profundamente colonizador y racista. Esto ha situado a muchas comunidades indígenas en una evidente desventaja de derechos, ya que desde la colonización y sus consecuentes procesos de adoctrinamiento se han ejercido una violencia sistemática, rechazo y discriminación; esto a causa de la manera específica de leer los cuerpos que por su no-blancura[8] han sido posicionados en desventaja. Justamente dentro de este escenario se vuelve tan importante la labor de Ángeles Cruz, ya que ella al ser originaria de Villa Guadalupe Victoria, San Miguel el Grande, Oaxaca, ha encontrado en sus raíces la fortaleza para visibilizar que en la diversidad está en la riqueza. Tanto sus personajes como sus narrativas están cuidadosamente construidos, dando como resultado cortometrajes emocionales, francos y contundentes. Mete el dedo en algunas de las llagas más profundas y dolorosas de la sociedad que dentro los pueblos originarios y sus comunidades se consideran tabúes, en particular: el abuso sexual infantil, la lesbiandad y el abandono de adultos mayores.

Su práctica fílmica parte de la incomodidad, de la necesidad de transmutar el dolor de historias que nacieron de acontecimientos reales pocas o nulas veces enunciados dentro de su propio contexto. No es un cine que victimice a sus personajes, por el contrario, muestra las heridas de sus personajes (de su comunidad) en todas sus vertientes. En La tiricia o Cómo curar la tristeza [imagen de portada], pone sobre la mesa una de las más comunes aflicciones que viven las mujeres en la Sierra: las violaciones. El machismo y la misoginia son los síntomas de un sistema opresor y en cada comunidad, no sólo de la Sierra, sino de todo el continente y del mundo se observan sus secuelas. Este caso se plantea en los doce minutos de este filme que bastaron para referirse a las tantas generaciones de mujeres callando entre las milpas, la vergüenza y el tormento que les ha provocado ser abusadas. Un silencio humillante que se guarda durante tantos años que finalmente lleva a esas abuelas y madres que fueron hijas a la oportunidad de encontrar consuelo para comprenderse, apoyarse y elegir un destino distinto para las generaciones venideras.

Por otro lado, pero en el mismo tenor, se escribió y produjo La carta. Las preferencias sexuales son variadas e independientes del género, pero en algunas comunidades, se piensa que el amor entre hombres “puede llegar a suceder”, pero entre mujeres “eso no existe”.[9] No obstante, el amor sensual y sexual entre mujeres existe. En este corto, cuyos personajes principales se reencuentran después de muchos años para darse cuenta de que aún se guardan cariño, se plantea sin tapujos la lesbiandad indígena. Dentro de este orden de ideas se expone además el territorio social, cultural y económico que las engloba con todos sus matices. Es por esto que Lupe (Sonia Couoh) y Rosalía (Myriam Bravo) se alejan de su comunidad para permitirse vivir su relación en un ambiente donde sea posible estar juntas.  Es bien sabido que dentro de las comunidades las costumbres y tradiciones están fuertemente arraigadas a sus creencias, por lo que resulta complicado que nuevas formas de pensamiento se instauren para que amores lésbicos, homosexuales, bisexuales, etc. puedan vivir aceptados, adaptados y respetados dentro de sus propias comunidades. Los primeros pasos para transitar hacia el cambio es nombrar aquello que resulta extraño, señalar, comprender y normalizar a través de visualizar estas situaciones desde una postura empática. Por lo tanto, este filme también le responde a la industria comercial que reproduce la mirada hegemónica, occidentalizada y masculina situando como protagonistas a las que nunca lo fueron. 

Así pues, resulta muy interesante cómo estas ficciones logran auténticas enunciaciones, que a veces parecería se lograrían con más facilidad a través de producciones documentales. Sin embargo, logran decodificar su lenguaje para alcanzar sus objetivos e incluso superarlos.  Ante todo, su estructura narrativa, cronología y temporalidad dotan de veracidad las historias que vemos en pantalla. Un ejemplo es Arcángel (2017), escrito y dirigido también por Ángeles Cruz. Este corto surge de una realidad que le duele a los adultos mayores, a las mujeres que ya han desempeñado cada rol de su estamento y que ahora se encuentran viviendo los últimos años de sus vidas. El abandono de las y los adultos mayores es un problema latente dentro de una sociedad capitalista, que ignora y difícilmente se ocupa de estas vidas subvaloradas por considerarlas no productivas. Ver a una mujer indígena de 90 años participando de esta conmovedora ficción, apunta abiertamente a este escenario y hace una severa crítica a la desigualdad. Llama a la necesidad de hacer valer los derechos humanos e incluso el origen del mismo filme evidencia la responsabilidad ética que no sólo como cineastas, sino como seres humanos tenemos para que nuestra realidad se transforme. Patrocinia Aparicio manifiesta esta problemática generalizada en que las mujeres de edad avanzada que viven el abandono tras tener una vida de arduo trabajo, muy seguramente desde la infancia. Patrocinia nos conmociona con breves líneas, porque es un caso extraordinario de ver a través de la pantalla, pero lamentablemente no en la vida diaria. El hartazgo de vivir indignamente, no tener familia y contar únicamente con una persona que se ha apiadado de ella y está por perder la visión (personaje interpretado por Noé Hernández), articulan la reflexión de los espectadores hacia la empatía. El cine de Ángeles Cruz nos empuja a ver aquello que ignoramos porque es incómodo, pero que nos humaniza y nos conmueve.

El cine es una herramienta poderosísima con la que se puede entrar a múltiples estratos sociales para sensibilizar y generar conciencia al señalar aquellas situaciones que se callan o se ignoran deliberadamente y por ende permanecen obliteradas hasta que se nombran con todas sus letras. Al volverse tangibles, aquellas que no se veían reflejadas en los anuncios comerciales, encuentran en la mirada de las directoras iberoamericanas un espejo franco y libertador. Tienen a su alcance personajes que viven vidas similares, preocupaciones, sueños y cuerpos como los de ellas. Podríamos nombrar la filmografía de cada una de las directoras anteriormente mencionadas, así como la de muchas otras más para ilustrar aquellas identidades que se oponen a los estereotipos occidentalizados, a las interpretaciones masculinas que nos victimizan, violentan y sexualizan en las pantallas. Gritan fuerte y tratan los temas que sólo ellas pueden detonar de forma impactante, porque les corresponde, porque lo han vivido.

Las cineastas latinoamericanas han aprendido a entretejer tanto sus interpretaciones personales, como sus narrativas haciendo que se conviertan en lecturas históricas de la sociedad contemporánea. Nos enseñan que las mujeres son de todos tipos, tienen distintos cuerpos, edades, preferencias sexuales, ideas, pieles, costumbres, modos de vida, aspiraciones, etc. Crean personajes que nos pueden mirar a los ojos porque se encuentran dentro de nuestro mismo nivel epistémico, lo que vuelve a sus producciones emblemas de resistencia antisistémica, simplemente por el hecho de existir y mostrarnos a seres humanos reales viviendo sus vidas en una constante: ellas son las que cuidan entre ellas, las que alimentan la vida en su muy particular manera; son las que se retratan a sí mismas, y a su tiempo. Tanto ellas como sus producciones hacen frente al abandono, la deshumanización y la violencia. Son quienes aportan espejos desde sus trincheras creativas para que podamos vernos e identificarnos. Se proyectan en sus personajes, así como lo hacen las que miran la pantalla reconociéndose.


Paulina Abril Vázquez Reyes es artista visual, cinéfila y poetisa. Obtuvo la licenciatura con mención honorífica en Artes Visuales por la Escuela Nacional de Escultura, Pintura y Grabado «La Esmeralda». Colabora enFilminLatinoGirls at FilmsF.I.L.M.E. Sus exposiciones más recientes fueron Ella es de Tierra, Ella es su casa (individual, 2019) y Clímax: Entre lo sublime y el éxtasis (colectiva, 2020).


[1] Phillipe Lejeune citado por Anna Maria Guasch en Autobiografías visuales: Del archivo al índice (Madrid: Siruela, 2009), 17.

[2] Cfr. Simone de Beauvoir, El segundo sexo (Barcelona: Gedisa, 1984).

[3] Silvia Rivera Cusicanqui en conversatorio con Silvia Federici, Foro Movimiento de 1968, XVIII Feria Internacional del Libro en el Zócalo Capitalino (14 de octubre de 2018).

[4] Cfr. Judith Butler, El género en disputa: Feminismo y la subversión de la identidad (Barcelona: Paidós, 2007).

[5] Rita Segato, La crítica de la colonialidad en ocho ensayos y Una antropología por demanda (Buenos Aires: Prometeo, 2015), 29.

[6] Faustino Menéndez Pidal de Navascués, “El linaje y sus signos de identidad”, en En la España medieval n° extra 1 (2006): 15.

[7] Cfr. Geoffrey Bennington y Jacques Derrida, Jacques Derrida (Madrid: Cátedra, 1993).

[8] Cfr. Rita Segato, op. cit.

[9] Paulina Vázquez, “Women We Love: ‘Ángeles Cruz: La creadora que lo entendió todo’”, en Girls at Films (18 de marzo de 2020), https://girlsatfilms.com/2020/03/18/women-we-love-angeles-cruz-la-creadora-que-lo-entendio-todo/?fbclid=IwAR1i-HcDQAQALUI_3WJQTNpZ1wxZ5_7HH2V5hKs7XtUPNJb0iqbNWbQQS98