El ojo vivo: Nada pasa todo cambia
Felipe Gómez Pinto
Todos estos poetas fueron abordados en el plano
de un contacto original con las cosas.
Quise descubrir cómo, en cada uno de ellos,
se articulaban entre sí los elementos primitivos
procedentes de la sensación o la ensoñación,
en la perspectiva global de un proyecto,
un afán de ser.
Así se formaron ante mí universos imaginarios[,]
pequeñas cosmogonías particulares
que, con su coherencia interna,
podían ser claves para todos nosotros,
mediaciones hacia lo real.
Jean-Pierre Richard
Si bien la sentencia esgrimida por Jean-Pierre Richard dentro de Once estudios de poesía moderna se aproximaba a la irrupción de la modernidad en la crítica literaria, su dialéctica se puede rastrear hasta la efervescencia que habita en la idea anacrónica de la juventud. Jonás Trueba indaga y experimenta en la observación minuciosa de la adolescencia a través de cuestionamientos de orden social e institucional; sonorizando inseguridades, dudas y contradicciones en torno a la aceptación del amor, el dolor, la muerte, el futuro, etc. Quién lo impide (2021) resulta una pieza tan embriagadora como inagotable que termina por encarnar la máxima godardiana de “un film en train de se faire”,1Jean-Luc Godard, La Chinoise (1969). una película en proceso.
En mayor o menor medida, Trueba había reunido en sus largometrajes anteriores una impronta de la que se deducían experiencias autorreferenciales; un cine de constante aprendizaje y depuración de las formas artísticas que venera, con la presencia crucial del cine francés desde su cortometraje Cero en conciencia (2000), en alusión a Cero en conducta (Zéro de conduite, Jean Vigo, 1933), pasando por los ecosistemas rohmerianos de Los exiliados románticos (2015) y La virgen de agosto (2019), dando como resultado una aproximación fílmica capaz de exudar una fusión entre ficción y realidad en aras de encontrar (o dinamitar) las fronteras que hay entre lo casual y lo intencionado. Una clave que se remonta hasta su primer largo, Todas las canciones hablan de mí (2010), y en la que ha ido esclareciéndose en su cine la certeza de que la confusión no es un estado del alma, sino cierta disposición de los objetos en el espacio emocional para poder celebrar cuanto de permanente hay en lo perecedero; para poder celebrar la eternidad en lo temporal, lo oculto en lo visible. Enfoque incipiente en La reconquista (2016) –origen material de la colaboración con los, por aquel entonces, “actores naturales” y jóvenes adolescentes, Candela Recio y Pablo Hoyos–, pero sobre todo en la experimentación metaficcional de Los ilusos (2013).
Cada una de estas piezas está vertebrada en un guion aparentemente inexistente y fluctuante, donde conviven las formas del cine primigenio –un tratado moderno de la caméra stylo en el que esta se limitaba a captar el mundo– con distintas concatenaciones temáticas y de género recurrentes: jóvenes adultos en cauces de romance, amistad, crisis existenciales, etc. Recursos estilísticos que han ido dándose cita en el encuentro o el desencuentro de sus protagonistas en medio de una colisión de emociones destinada a la búsqueda y la redefinición de la realidad, navegando espacios comunes alrededor de una sensación de cambio, a priori, perpetuo, dejando la impresión de que el realizador filma como si estuviera, simplemente, tomando notas para su proyecto, como si los goznes de su ficción –que los tiene, porque el relato da cuenta de un proceso vital y evolutivo– no fueran otra cosa que las pinceladas impresionistas surgidas de su observación atenta de un entorno que se filtra y se transparenta de manera enriquecedora en cada uno de los planos.
Por ello, el ejercicio observacional de este grupo de adolescentes en Quién lo impide traspasa lo metaficcional, suponiendo un quiebre en aquel vértice enunciado por Robert J. Flaherty y Eric Pauwels, ya que, en primera instancia, el “documental” se estructura como un triángulo en el que están presentes el Yo, la figura del cineasta que desea compartir una historia con el público; el espectador; y en el tercer vértice estaría el objeto filmado. Gracias a este triángulo se crea esa relación de intimidad en la que la necesidad de filmar una serie de lugares, de espacios y de personas hacen que cineasta y adolescentes puedan descubrir un (nuevo) tipo de cine para aprender a ser y estar, un tipo de cine para aprender a seguir viviendo. Un acercamiento a la juventud en el que Trueba pregunta sin condescendencia ni mediación paternalista cómo creen que deberían ser los adolescentes en las películas, cómo deberían rodarse estas, qué deberían contar. Sus conclusiones, tan directas y estimulantes como en ocasiones impostadas, ponen de manifiesto uno de los fines últimos de la obra: el aprendizaje individual, a través del aprendizaje colectivo, partiendo del aprendizaje de los medios artísticos.
Un aprendizaje que se engloba dentro de unos marcos de referencia capaces de redefinir la dicotomía entre esquemas y escuelas de cine distintos: lo amateur y lo profesional; lo industrial y lo heterodoxo. Desde la secuencia inicial (mediada por las pantallas heredadas de la pandemia) se vislumbra que los elementos ideales y estructurales del cine (guión, cámara, directrices, iluminación, maquillaje, etc.) se ven convocados y disueltos simultáneamente en cada escena de una “película” que está dentro de otra película. Acorde con necesidades narrativas (como en el segmento “Capricho extremeño” en el que hay más condiciones puramente “ficcionales”) y argumentales se alude a la búsqueda de algo más que la verdad. La cámara en mano se mueve con absoluta libertad por las acciones de cada uno de sus tres actos. Acciones, en muchos momentos, improvisadas que aportan un aire de absoluta imperfección técnica, haciendo que se respire con presteza, dentro de un metraje de más de tres horas, una envidiable libertad creativa para explorar formas de trabajar, rodar y concebir un film (con Jean Rouch y Michel Brault en el horizonte de expectativas y referencias).
Se evidencia, pues, una emancipación radical fruto de la ligazón ontológica con la etapa más intensa, traumática o esclarecedora para muchas personas: la adolescencia. Una emancipación que a su vez es tránsito y que apela a una intelectualidad que cede ante los nexos visibles e invisibles de la emoción y la euforia. Donde los elementos formales se circunscriben a lo minimalista, eludiendo los convencionalismos tradicionales del cine para dejarse atravesar por la vida y no tratar de encorsetarla dentro de un rígido artefacto predeterminado de antemano. Ya sea por vaguedad romántica, complejidad suplementaria o hesitación, la crítica, los espectadores, la sociedad, los adultos, siempre han parecido tener una cierta imposibilidad constitucional para ajustar exactamente la visión a la idea. Quién lo impide va más allá del registro sociológico y prejuicioso, postulándose como la constatación de un nuevo tiempo, de un nuevo sentir en el que nada pasa, pero todo cambia.
Quien lo impide. España, 2021. Dirección, guion y fotografía: Jonás Trueba. Música: Rafael Berrio, Pablo Gavira, Andrei Mazga y Alberto González. Edición: Marta Velasco. Sonido: Alex Marais y Álvaro Tortajada. Con: Candela Recio, Pablo Hoyos, Silvio Aguilar, Pablo Gavira, Claudia Navarro. Producción: Javier Lafuerte, Laura Renau y Lorena Tudela / Los Ilusos Films.
Felipe Gómez Pinto
Es teórico en literatura general y comparada y filólogo graduado en la Universidad Complutense de Madrid. Crítico en ciernes en la Escuela de Cinematografía y del Audiovisual de la Comunidad de Madrid (ECAM).